CEMENTERIO DE DARWIN (Islas Malvinas).- Con su campera negra bien abrigada, guantes, un gorro negro y una bufanda rosa, Olga Suárez, de 60 años, se encuentra sentada en uno de los tapiales que conforman el cenotafio donde están estampados los nombres de los más de 230 soldados enterrados en el Cementerio de Darwin y de los tripulantes del ARA General Belgrano. Su marido, Juan Alberto Gómez, es uno de los 323 fallecidos en el crucero que fue bombardeado por las fuerzas británicas fuera de la zona de exclusión, el 2 de mayo de 1982. Para esa fecha, Olga estaba embarazada de su hijo Fernando, que este miércoles la acompañó por primera vez a Malvinas. Esta madre, que concretó su segunda visita a las islas, y su hijo llegaron junto a otros 150 familiares de caídos en un vuelo humanitario que organizó y financió el empresario Eduardo Eurnekian, a través de su empresa, Aeropuertos Argentina.
Olga
“Él se fue el 14 de abril del 82 y sus últimas palabras fueron ‘te amo, cuidá a los hijos y al bebé que viene en la panza’. Todavía tengo los besos que me dio en mis labios”, dice Olga a LA NACION, desde el ventoso y gélido mediodía en Darwin.
Cuando se enteró del hundimiento del crucero, fue hasta la Base Naval de Puerto Belgrano, desde donde el barco había zarpado, para ver si tenían información sobre su marido. “Estuve diez días esperando, embarazada, hasta el último cajón. Estaba solita en Punta Alta esperándolo para ver si venía, si era un sobreviviente. Después la Armada nos dijo que no, que era un héroe de la patria, que fue a dar la vida por la patria y por nosotros, por todos los argentinos”, narra sobre aquel 1982, durante la última dictadura militar.
La primera vez que Olga estuvo en Malvinas fue después de la inauguración del cenotafio, en 2009. Pero la de este miércoles fue una visita diferente. Entró al cementerio que está a la intemperie en la Isla Soledad acompañada por Geoffrey Cardozo, un militar británico de 74 años que ayudó a rescatar, identificar y organizar los cuerpos de los héroes argentinos, quien le prometió que la escoltaría desde la parte alta de la colina donde paran las combis que traen a los familiares. Coinciden las familias que bajar y ver las tumbas a lo lejos es uno de los momentos más difíciles. “A Geoffrey lo conocí hace muchos años y la última vez que lo vi me dijo: ‘Olga, cuando vayamos a Malvinas, yo la voy a entrar del brazo’”, explica.
Geoffrey
Fue así. “Geoff”, como lo conocen, voló -como otras veces- con los familiares argentinos, que valoran el trabajo que realizó en la posguerra para recuperar los cuerpos de los caídos. Con sus pómulos rojos por el fuerte viento que corre en las islas y una boina con cuadrillé escocés bien sutil que le cubre la cabeza, contó los minutos para el arribo de Olga. “Tengo que esperar una persona que va a llegar en el micro, que se llama Olga Suárez. Estuve con ella en Buenos Aires hace tres o cuatro días y me pidió tomar su mano para entrar en el cementerio porque tenía un poco de miedo y estaba preocupada. Yo le hice mi promesa de acompañarla hasta el cenotafio”, narró a LA NACION mientras aguardaba su llegada.
En Malvinas, Cardozo estuvo por ocho meses, tras el final del enfrentamiento armado. Como soldado, lo habían enviado para cuidar a los sobrevivientes británicos. Tenía que observar que no abandonaran su disciplina tras la guerra. Pero dos o tres días después de instalarse recibió un mensaje de los ingenieros de su país, quienes le contaron que habían encontrado el cuerpo de un soldado argentino. “Yo fui a ver a este valiente héroe argentino. Y desde este momento mi trabajo fue buscar y enterrar temporariamente a estos soldados. Recibí la orden de recogerlos a todos y ponerlos en este cementerio, que era bastante sencillo en esos días. Ustedes, los argentinos, lo han hecho mucho más bonito con un cenotafio que no existía en mi tiempo, con los nombres de cada uno de los caídos de la guerra del lado argentino, los del Belgrano también”, comenta en un fluido castellano con acento inglés. Lo cuenta y se le ponen los ojos vidriosos. “No sería humano si no me emocionara”, indica.
Martina y Martín
Una historia similar a la de Olga tiene Martina López, viuda de Martín Rey Betancour, maquinista del ARA General Belgrano. Ella llevaba a su hijo, también Martín, en el vientre, cuando atacaron el crucero. Este miércoles los dos están lado a lado y vinieron por primera vez a Malvinas desde Puerto San Martín y San Lorenzo, en Santa Fe. “Mi hijo nació a los dos meses [de la muerte del tripulante], yo estaba embarazada de siete meses”, cuenta y el joven acota sobre su padre: “No lo conocí, estaba en la panza cuando murió mi papá, el 2 de mayo de 1982. Lo conozco por fotos y por la historia. Y ahora pude venir acá y rendirle honor y homenaje tanto a él como a todos”.
Martín Rey ya tiene tres nietos, que le mandaron unas cartas, pero como para los héroes del Belgrano no hay tumba, sino solo sus nombres estampados en el cenotafio, no sabían adónde dejarlas. “Ojalá pueda volver con mis nietos porque su abuelo dio su vida por esta tierra”, dice Martina.
Virginia y Estefanía
Para que los familiares se resguarden del frío, los isleños montaron unas carpas verdes tipo militar. Prepararon café, té y chocolate. Con un café en la mano afuera de la lona están Virginia de los Llanos y Estefanía, que vinieron desde San Juan. La madre arribó por segunda vez. Su hija, por primera vez. “Mi marido está en el mar”, marca Virginia sobre Hugo Llanos, tripulante del ARA General Belgrano, y detalla su historia. “Mi marido siempre decía que él quería adoptar, porque nunca pude concebir un hijo, y vino ella, así que estamos hace 34 años juntas. Llevábamos seis años de casados, íbamos a adoptar y después de su muerte se dio”, revela esta señora que, cuando tenía 29 y él 31, se enteró por Radio Colonia que el crucero había sido bombardeado.
“Me abrazó y se fue, no le gustaban las despedidas. Lo último que me dijo fue que había ingresado a la Armada para defender a su patria. Había cumplido 33 en junio y me dijo: ‘Ya me puedo morir porque tengo la edad de Cristo’”, rememora sobre esa época. También recuerda una carta que él le mandó desde el mar. “Me dijo que si se ponía feo me fuera con mis padres a San Juan”, indica, ya que vivían en la Base Aeronaval Comandante Espora, de Bahía Blanca, y agrega que le hizo caso y regresó a su tierra.
Estefanía tiene los ojos rojos de tanto llorar y mira a su madre con admiración. “Les reconozco que me hayan inculcado el amor por la patria. Venir siempre estuvo en los sueños pero nunca pensé que se me iba a dar la oportunidad. Y compartirlo con mi mamá es lo mejor. Y con las otras mamás. Pienso ‘¡qué mujeres empoderadas, qué fortaleza!’. Para mí es un honor, me siento una bendecida. Por momentos sentís impotencia, por ahí orgullo, por ahí alegría del reencuentro. Las personas del crucero solo sabemos que están en el mar, entonces vamos a la cruz que dice ‘soldado argentino solo conocido por Dios’ y elevamos la oración para todos”, describe.
Esa leyenda tienen en Darwin solo cinco cruces: la de los soldados que todavía no fueron reconocidos. Para las identificaciones fue clave el Plan Proyecto Humanitario Malvinas, que incluyó un acuerdo entre la Argentina y Reino Unido para que, a través de un trabajo coordinado que sumó al Equipo Argentino de Antropología Forense, la Cruz Roja Internacional y el Centro Ulloa de asistencia psicológica se avanzara en esta tarea. También sumó la creación del banco de sangre de familiares de combatientes argentinos fallecidos en la guerra, inhumados sin identificación.
Marcela Zárate y Micaela
Más allá, también fuera de las carpas, las hermanas Micaela y Marcela Zárate vinieron por primera vez desde Entre Ríos. Su papá: cocinero del ARA General Belgrano. “Estoy con llanto todo el tiempo, soñé siempre poder venir y decirle a él que vinimos las dos. Nos lo debíamos”, asegura Micaela y su hermana mayor asiente: “Ahora, deuda saldada, porque lo despedimos. A pesar que no tenemos una tumbita, nos despedimos igual”.
Alberto trae la hortensia
En eso, llega Alberto Segovia -hermano del caído Higinio Segovia, del Regimiento 12 de Mercedes, Corrientes, quien murió en Pradera del Ganso, a 20 minutos de este cementerio donde ahora yacen sus restos-. Trae una bandeja como si fuera con una torta tapada. En realidad, transporta ahí una inmensa hortensia blanca, celeste y amarilla hecha con 649 venecitas, la misma cantidad que el número de caídos en Malvinas. “Las venecitas no se degradan, son perpetuas como nuestros héroes”, compara y cuenta que fue la artista argentina Silvia Kuhn quien realizó este trabajo y también unas más pequeñas, que piensan poner en la próxima visita en cada una de las tumbas. Es que, debido a las restricciones que imponen los isleños, acá no pueden traer flores, por lo que consideran que las hortensias de venecita pueden ser una buena alternativa.
“Paulita” y Víctor
La pone a resguardo en una de las carpas por un rato. Adentro están sentados, y ahora protegidos del frío, “Paulita”, de 87 años, y Víctor Sosa, de 91 años. Son un matrimonio que perdió a su hijo Osvaldo, cabo segundo en el ARA General Belgrano. Ella se enteró por televisión del hundimiento del buque y se desmayó. “Me revivieron”, cuenta sobre ese día que pasó en el hospital. “Yo pienso que es la última vez en Malvinas, con todo lo que pasé y como vengo, apenas caminando, que me llevan, me alzan”, dice sobre este miércoles y asegura que su marido es “más fuerte” que ella.
Él vino ya 29 veces, porque los dos son parte fundadora de la Comisión de Familiares, que se inició en la posguerra, cuando las familias empezaron a averiguar qué había pasado con sus jóvenes. “Seguimos trabajando, hoy no podíamos faltar porque no sabemos si el año que viene vamos a poder volver, porque con 91 yo y con 87 años ella no es fácil”, explica Víctor.
El padre Pedro
Afuera, en la parte central del cementerio, empieza la celebración religiosa, comandada por el obispo auxiliar del Arzobispado de Buenos Aires Pedro Cannavó, que acompañó al contingente. “Es como llegar a Tierra Santa, estoy con el corazón lleno, muy agradecido de que Dios me permita y me regale acompañar a las familias en este momento”, grafica después el sacerdote a LA NACION. Nunca antes había estado en Malvinas. “Es la primera vez, por lo menos en persona; en el corazón las tuve muchas veces desde chiquito. Más que palabras, acá vine a poner el cuerpo, a acompañar en el dolor a las familias, y con la alegría de estar cerca”, explica y manifiesta que la Virgen del Luján, cuya imagen cuida el cementerio, “estuvo al lado de todos los soldados en sus últimos momentos y hoy los acompaña en su descanso”. Además, destaca como “un mensaje de paz” y “buenos gestos de cercanía y amistad” la presencia de representaciones religiosas de los británicos, entre ellos de la Iglesia Anglicana, la de mayor influencia entre los isleños.
Carlos y Cristian trajeron banderas
En el momento de la oración hubo también una rendición de honores de parte de las tropas británicas que están acá y una foto grupal donde se desplegaron banderas argentinas, pese a que las autoridades isleñas lo impiden. Una, que dice “Malvinas, prohibido olvidar”, es la de Carlos Pasinato, de 55 años. Su hermano Jorge es caído en el General Belgrano, barco que lleva tatuado en su brazo, al igual que las Malvinas. “La bandera forma parte de un proyecto de una escuela de Correa [donde él vive], lo hizo mi señora, que es docente, con la institución. Salió de un enojo porque en los actos de Malvinas éramos cuatro o cinco, hasta un día faltó el intendente, y los chicos de séptimo, hace ocho años, hicieron la bandera, que recorrió el mundo y hoy la pude desplegar. Misión cumplida. Después de ocho años la bandera llegó a Malvinas”, exclama. Y aclara que ahora, luego de esta iniciativa, cada 2 de abril van cerca de 700 u 800 personas a recordar a los héroes.
Más allá, Cristian tiembla de la emoción. Tiene su propia bandera, con el apellido de su familia, que colocó sobre la tumba de su tío Alberto Chávez, quien integraba el Escuadrón de Exploración de Caballería 10 y murió en combate el 14 de junio de 1982. “Estoy para honrarlo a él y a todos los que quedaron”, indica el hombre de 43 años, que llegó con su tía.
Elena, María Cristina e Isabel
En el medio de la postal, con el frío casi inaguantable, sobresale la resistencia de las más grandes, como Elena, de 84 años, la madre de Miguel Ángel Sosa, quien murió en el ARA General Belgrano. Detenida con su silla de ruedas frente a la cruz mayor del cementerio, tapada con un poncho beige y la foto de su hijo atada a su mano con una cinta bebé con la bandera argentina celebra haber podido realizar su primera visita a las islas. “Ahora puedo morir tranquila”, asegura a LA NACION entre lágrimas, mientras sus hijas María Cristina -que ya vino en 2009- e Isabel -que participó por primera vez- la abrazan y le piden ir por un año más.
María Cristina trajo, además, unas coronas hermosas con flores de colores tejidas al crochet y de papel pintadas. “Es la forma que encontré de homenajear no solo a mi hermano sino a sus compañeros, que nos fuimos adoptando en estos 42 años”, explica a LA NACION.
Raquel
Cuando está por terminar la visita, una voz aguda sale desde adentro de una de las carpas. Es Raquel, de 93 años, que vino por primera vez a Malvinas desde que perdió a su hijo Nicolás en el conflicto. Las coplas, que ella inventó, dicen: “Hoy elegí canción, canción de amor y de ternura”.
En el aire ventoso de las islas se mezcla eso: el amor, la ternura. También la tristeza, el recuerdo, la familia, las amistades. Por qué no también la alegría de estar juntos acá.